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viernes, 17 de septiembre de 2010

Tócame

¿Sabes qué sería irónico de verdad? Qué la canción más escuchada en un Ipod Touch sea, exactamente, Touch me, de Los Doors.

Ámame dos veces, una para mañana y otra sólo para disfrutar hoy. Como si fuera la última vez. Uno termina citando estas frases al menos una vez en la vida, es obligatorio. No hacerlo es abstraerse del mundo de una forma horrible. Eso no quiere decir que siempre funcione; sin embargo, el decirlo y ver los ojos de la susodicha al escucharlo te deja 3 segundos de gloria en lo que esperas entre las dos posibles respuestas: o te jala de la camisa para plantarte un beso de matameahorita o bien te tuerce la boca y suelta un sonoro e inteligentísimo “ash”.

Hay de todo: niñas que se prendan de la foto del facebook y las que se hacen las interesantes aunque te hayan visto la carota a menos de 6 metros por los últimos 5 años. Es curioso, los dos tipos suelen, de alguna manera, estar totalmente dementes. Poquito. Mucho, a veces. Eso no deja de lado que te la pases bien por lo menos 15 días. O hasta el siguiente SPM.

No, por SMP no quiero decir Su Puta Madre. No. Quiero decir Síndrome Pre Menstrual. Es complicado. Es como cuando uno es voluble, como cualquier ser humano, pero con la diferencia de ponerse realmente loco durante al menos 5 días, destruyendo y construyendo lo que ni te imaginas. No tengo idea de cómo explicarlo pero así es. Igualito.

Tócame. Súbete conmigo al corcel y cabalguemos bajo la lluvia… no me digas que eso es ridículo, por amor de dios –del que elijas esta semana, no importa, sólo no mames-.

¿Eres extraña? Cuando la gente es extraña. Sí, vaya que sé de eso. Me he pasado los últimos 15 años pensando que soy diferente a los demás, uso muy seguido la acepción “ay, la gente” cuando no entiendo algo. Y es normal, no te culpo. No me culpo. Siempre habrá “esa gente”, sólo hasta que paramos el tren y nos damos cuenta que entre esa gente estamos los dos. Y todos los demás.

¿No te parece irónico? Tu hermana está más sabrosa que tú y sin embargo nunca te puse –ni yo ni los otros catorce antes de mí- el cuerno con ella. Vaya tontos. Y la canción de mi ipod sigue pidiéndome que la toque. No puedo encontrar dónde tocarla, sólo veo la foto de un tipo de cabellera abultada que estira las dos manos. Ese cuate se parece a los amigos de Robert en la capital. Todos igualitos.

La punta de un dedo índice se desliza suavemente por una superficie tersa, casi tibia. Desde ahí hasta la cabeza que la controla se vierten pensamientos que van de lo cómico a lo destructivo y de lo bello a lo grosero. Vamos, no me van a decir que ustedes jamás lo hicieron. De seguro alguna vez su índice logró detener y reanudar la reproducción de la vida que se concibe en los oídos.

A veces pienso que las cosas deberían ser más simples. Dejar a un lado las descripciones encriptadas y las metáforas incrustadas en significados locochones, que sólo pueden entenderse por quien las escribe y que piensa que si el lector es listo, podría entenderlas después de la cuarta leída. Pero no todos los lectores leen cuatro veces, ni dos. Todo debería ser más simple, pero no lo es.

¿Sabes qué sería irónico de verdad? Que al tratar de ser complicadísimo al describir un momento que duró un segundo y que pretendes –ouh, tú siempre tan pretencioso- que dure mil años, estés escuchando algo tan simple, pero tan simple, que ni el mismo Arjona lo pudiera entender.

¿Y sabes qué? Tócame otra vez.

domingo, 2 de mayo de 2010

Anteojos

Decidí salir de allí a toda prisa. Había pasado ya bastante tiempo y no llegaba nadie, ni siquiera tú.

Mientras caminaba por la calle buscando el automóvil pensaba cuántas veces había pasado por algo similar. Salí de casa hace más de 4 horas, conduje por el camino que sale de la ciudad hasta llegar a ese lugar: medio vacío, con muchos muebles viejos y una barra larga color marfil. Como había llegado bastante temprano pedí una cerveza y tarareaba la canción que estaba en el ambiente.

Cuando se espera de esa forma y la gente no aparece, la paciencia se va perdiendo poco a poco hasta que se convierte en una sensación que se parece un poco al odio pero quizá un poco más a las ganas de patearle la cabeza a alguien. Pero dejé en paz eso y seguí tarareando hasta que me terminé mi bebida y sólo me senté ahí, como un zombi.

Elvis se mueve en blanco y negro pidiendo a alguna chica que no conozco que no sea cruel y que no se aleje de él.

¿Cómo puede ser eso posible? ¿Cómo espera que no se aleje de él después de lo que le hizo? Pienso eso y simplemente dejo el vaso, pago el trago y salgo de allí a toda prisa.

Hace muchos años que uso anteojos. Desde muy chico. Al principio no me gustaba usarlos, eran armazones plásticos enormes y hacían ver mi cabeza gigantesca y eso no me gustaba. Pensaba todo el tiempo en lo que los demás niños podrían decir de mí. Ahora eso no me importa, estoy demasiado viejo, o al menos eso pienso, como para estarme preocupando por lo que los demás digan de mis anteojos.

Al salir de nuevo a la carretera conecto el iPod a la radio. Hace tiempo que quiero ponerle una vieja casetera pero no encuentro la manera de hacerlo. Me gusta la idea de escuchar música vieja desde un aparato de la misma antigüedad, ¿han tenido esos momentos en los que no importa que tengan más de 600 discos para elegir no tienen ganas ni ánimo para escuchar absolutamente ninguno? Me pasa eso muy seguido.

Hace varios años que no sé nada de ti, desde el día en que dijiste que venías en camino para visitarme. Siempre tan ocupada. No hay evento que se escape a tu agenda y como nunca me quejo, siempre dejas hasta el último venir a visitarme. Esta mañana cuando llamaste para avisar que por fin estabas en la ciudad y que podías verme te dije que no estaba de acuerdo en ser el comodín de los eventos sociales más importantes del siglo veintiuno. Al parecer no te gustó. No te pareció nada. Me alegro que no hayas llegado a tiempo, por eso me fui justo 15 minutos antes de la hora que dijiste que llegarías. ¿Sabes? Acabo de arrojar mi teléfono por la ventanilla, no quiero que las cinco letras que componen mi nombre vuelvan a escribirse y luego tacharse y volverse a redactar en tu pequeño aparato que también reproduce canciones. No más.

ZZ Top está sonando y yo me miro en el espejo retrovisor. Llevo la barba crecida de un par de semanas –Quisiera tenerla un día tan larga como esos tres – pienso, y cambio la velocidad para cambiar de carril. Muevo la cabeza al compás de la música y poco a poco te voy olvidando.
Me detengo al llegar a un cruce poco antes de entrar al fraccionamiento donde vivo, a mi alrededor hay muchos conductores que miran hacia todos lados dando la impresión de que los que estamos cerca somos fantasmas. Manoseo el iPod y pongo un disco de Queen, comienzo a tararear “I want to break free” y me río. Me miro al retrovisor otra vez y mi expresión ha cambiado, ahora estoy radiante y sumamente contento; el cabello me cubre la parte derecha del rostro hasta la boca. Tengo una sonrisa un poco malévola, como cuando has llegado a concretar un plan excelente, un camino que no puede fallar.

Oh how I want to be free baby

Antes de acelerar, al ponerse el semáforo en verde, volteo la cabeza hacía mi derecha donde veo un letrero que no recordaba haber visto antes. Al leerlo sentí como si el tiempo se detuviera y me sentí totalmente satisfecho, podía haber dado vuelta en otro lugar y simplemente tomar un camino diferente pero no lo hice. Sonreí de nuevo.

El letrero decía: "Desaparezca aquí". Yo lo miré por encima de mis anteojos y sonriendo, desaparecí.


viernes, 23 de abril de 2010

Las Páginas

De noche, los babuinos no suelen congregarse a tomar té.

Hace mucho, cuando aún no terminaba a Robot, solía congregar a muchos buenos amigos en casa. Estar solo no es algo que se me de con facilidad así que procuro tener la casa llena de gente viva, o al menos que lo aparente de alguna manera.

¿Han leído un libro sin cambiar de página?

Como si de mirarlo te llenaras de ideas, frases, metáforas y explicaciones que pareciera que sólo son de utilidad para el que las redactó. Lo miras y la cabeza recibe como de golpe, como un ladrillo que llega de improviso a darte entre los ojos, un montón de imágenes, colores, rostros desconocidos y muchos pares de ojos que podrías asegurar haber visto muchas veces antes pero que sin embargo no puedes recordarlo.

Me pregunto dónde estará Morsa.

Alrededor de la mesa se han acomodado todos aquellos nombres que han estado en mis ojos.

Por la ventana se oye el viento silbar. Las ramas del árbol cercano se mueven como siguiendo los riffs de una guitarra poderosa. Veo pasar a mi héroe, siempre voltea con una sonrisa y levanta la mano mostrando la V de victoria. Cruzando la calle está la rubia a la cual aún no me atrevo a saludar. Ya pronto, sí.

A la cabeza de la mesa se sienta Jack, sereno. Enciende un cigarro y nos mira a todos. Va y viene de este mundo, se sirve un vaso con vino. A su derecha está José, siempre hablando como en otra lengua, otra lengua que se antoja ininteligible pero que llena de orgullo escuchar. Conversa sin parar, no alcanzo a entender cómo logra respirar; hace esto y, mientras nos esforzamos por comprender, se adueña de toda la ensalada.

Yo converso con el hombre de los ojos rasgados. Muchas historias. En todas hay una chica que es demasiado lista para cualquiera y sin embargo, tan sólo de escucharlo ya busco la oportunidad de pedirle que la traiga consigo en su próxima visita. Después de todo, no soy tan listo; o podría intentarlo.

Despampanante consecución de fonemas con molde redondito y voz aguardentosa... a veces.

Quiero concentrarme en visualizar cada letra de cada palabra que decimos en esa mesa. Ilustrar cada una con un color distinto y enviarlas al futuro para que cuando llegue y las alcance pueda re ordenar el tiempo que hasta el momento, ha corrido en reversa.

Trucos de magia sin sentido. No hay pañuelos que salgan de bolsillos sin fondo ni tampoco cartas que dejen de ser reyes de picas por cada ángulo que intentes verlas.

Mientras hablamos, imagino cómo construir. Como cruzar grandes espacios de tierra y agua para llegar a ese piso y asomarme a tu ventana justo a la hora que debería oscurecer y sin embargo brilla el sol.

Parpadeo y al voltear ahí está esa pequeña rubia de casi 17 que con su mirada es capaz de desatar una guerra entre más de 3. Con su vestido a la moda y los labios bien pintados de carmesí. Ella nos guiña el ojo y sigue su camino; sé que pronto la volveré a ver.

Me escucho una y otra vez. Parece haber sido hace siglos pero sé con seguridad que se trata de mí.

De pronto todo está en silencio.

Todos están absortos en su comida.

Me veo de cerca, con el tenedor en la mano y la mirada al frente. Sonrío mientras mastico un buen bocado.

Me levanto y, orgulloso, volteo la página.


¿Dónde podrá estar Morsa?

miércoles, 14 de abril de 2010

El Sillón

Y desde ese día, no he vuelto a ver al tal Robot.

Algunas mañanas, cuando los babuinos no madrugan y me despiertan con alaridos, gritos y múltiples aseveraciones sobre la física cuántica aplicada a los bananos suelo quedarme en la cama, mirando al techo, al cielo, a la ventana o añorando lograr tocar mis pies con los ojos.

- ¿Desayuno? - dijo Morsa, desde afuera.

Me levanto amodorrado. ¿Qué más puedo hacer? He estado 18 horas tendido, a veces con los ojos cerrados, a veces abiertos.

- Desayuno - confirmo.

¿Alguna vez se han preguntado cuántas veces puede uno vivir el mismo recuerdo sin pensar que se ha vuelto loco?

No encuentro forma de contabilizar las ocasiones.

Morsa se sienta a la mesa, se quita su sombrero a la Dick Tracy y acomoda las bananas frente a él. Miro a la ventana y ahí estoy de nuevo, levantándome.

Cabello poco plateado, sólo un poco. Piernas delgadas y barba poblada. Mil veces. Miro y ahí esta: sentado en su sillón, con la vista en la ventana. Desde aquí puedo aventurarme a asegurar que ese hombre está contento y lo está, eso queda claro por su expresión. El asunto de perder un amigo, un amigo que en su indescrifrable espiral decidió que sus pies y sus circuitos le tendrían que llevar a alguna parte fuera de allí no es algo fácil, supongo. Sabes que está pero al mismo tiempo no lo está. O ni lo sabes.

Se levanta del sillón apoyando sus manos en las piernas, se acomoda la camisa y echa su cabello hacia atrás del cuello en una actitud más bien soberbia. Me da risa. En un gesto que se antoja casi imperceptible, voltea hacia nuestra posición, Morsa disimula una risa como quien sabe lo que a continuación viene en la narración; misterioso homínido con sombrero. El hombre guiña un ojo; da tres pasos y se apoya en la ventana.

Y ahí está. Como siempre, en su sillón.

viernes, 4 de septiembre de 2009

En la Jefatura

Es increíble cuando a uno lo arrestan por fisgonear. Sobre todo si lo que fisgoneas es tu propia ventana, escabullido en los matorrales, en cuclillas y usando unos binoculares. En realidad no había mucho remedio, después de todo ¿cómo explicas a un torpe policía que la persona a la que espías eres precisamente tú? Estoy jodido. O casi.

Fundido en cuadros al escritorio del Ministerio Público.

-Señor R, no le creo absolutamente nada. ¿Cree que soy pendejo, acaso?

No contesto, no tiene caso negar tal cosa.

- Está usted escondido en los matorrales espiando como un depravado a un pobre hombre que, también dentro de una tontería, dice que ha perdido un robot y vive con un hato de simios asquerosos.

Tampoco logro encontrar la forma de negar eso.

Se desvanece a negros. Estoy en la ventana de la comandancia, comiendo un chicharrón con cueros.

- ¡A tomar por culo sus babuinos! Me importa un pito si tiene 15 simios o 300. No pienso manchar mi puesto creyendo historias de degenerados.

Los policías conversan entre ellos. Piensan que si ayudan al pobre hombre estarán perdiendo el prestigio que tienen. Unos dicen que se trata de un loco que vive solo y que inventa cosas. Otros simplemente se llevan la cerveza a la boca y ríen como desquiciados viendo pornografía en la computadora del secretario particular.

La puerta se abre de golpe y todos voltean azorados. La escena cambia a sepia y los ojos son los únicos que quedan en color.

Como si un camión enorme entrara con las luces altas directamente a ese puñado de gordos mal olientes con charola al pecho, entra a la jefatura una figura imponente: alto, fornido y usando un curioso sombrero a la Dick Tracy. No los mira a los ojos, recorre la sala en escrutinio de inspector de sanidad contando su soborno por anticipado.

- ¿Qué mierrrdas sucede aquí? – pregunta con una voz grave como para orinarse, usando un ridículo acento ruso en un de por sí mal español. Los policías no pueden cerrar la boca mientras chapotean en los charcos de baba que se han formado en el suelo.

-¿Quién es usted y qué hace aquí? ¿Quién le dijo que podía hacer preguntas? YO HAGO LAS PREGUNTAS – gritó el MP casi al borde de cagar sus pantalones.

-¿Prrreguntas? - reviró despectivo, burlón. Se acomodó el sombrero y avanzó un poco más hacia donde una lámpara iluminó su paso; lo que ilumina esa lámpara se vuelve de un tono rojizo. Continua:

-Las prrrreguntas las harrré yo – retrocedieron los panzones. Yo me encaramé a la ventana, di otra mordida a mi bocadillo y puse atención - Ese hommbrrrre que tienen detenido es amigo mío. Vengo a llevarrrrrlo de vuelta – su voz retumbó por la sala y alcancé a ver su rostro. Abrí los ojos asombrado, casi caigo hacia dentro. Era él.

-No puede llevarse a nadie, está dentro de un cuartel de policía y podemos encerrarlo-

Un paso adelante y su identidad se reveló ante el asombro y horror de los polizones: bajo ese sombrero y el traje a cuadros estaba la figura cuadrada y curiosamente erguida de un homínido primitivo, peludo en todo rincón visible. Hocico pronunciado, manos largas y patas ágiles.

-Se irrrrrá conmigo- volteó hacia la ventana y me guiñó su simiesco ojo izquierdo. Después avanzó y me jaló hacía él. Yo seguía en la ventana y pude ver cómo salía conmigo a cuestas dejando a todos en la sorpresa y el terror.

Antes de salir había dejado una tarjeta en el escritorio más cercano. Cuando pude escabullirme la tomé y comprobé lo que mis ojos habían anticipado.

¿Su nombre?

"Morsa, Sr Morsa. Babuino Culomorado"

sábado, 13 de junio de 2009

La Ventana.

Los babuinos no querían salir de la habitación. Yo deseaba estar a solas.

Tres meses habían pasado desde que el robot que también habitaba esta casa había salido en lo que él llamó “una misión para saber de dónde venía”; cosa que hasta la fecha me parece bastante ridícula, dado que sabe perfectamente de dónde viene: mi taller.

Inclusive el Sr. Morsa, el más viejo y terco de los babuinos culomorado, estaba enterado del origen del robot. Recuerdo el día en que llegaron los babuinos; yo estaba escribiendo en mi rincón, el robot había subido a buscar más libros –esa lata lee como un demonio, en caso de que los demonios lean- y al atender la puerta fui atropellado por un grupo de cuasi homínidos enloquecidos que sin decir más, se instalaron por toda la casa y comenzaron a correr, gritar, acicalarse y en algunos momentos, aparearse. Eso último, especialmente asqueroso hasta que comencé a verlo de manera natural y hasta me da gusto. En fin. Les decía que el robot lleva 3 meses sin escribirme ni mandar un solo mensaje. Supongo que esas máquinas que uno construye para tener un buen pretexto para ser flojo y dárselas de genio de la ingeniería, con el tiempo, llegan a hacerse preguntas sobre sí mismos. Esa reflexión, aunque hasta hoy no me lo crea, me la dijo el Sr Morsa.

Estoy aquí, mirándome en ese día, sentado en mi habitación; con mis pantalones viejos recién lavados, mi suéter de rayas y mi cabello hecho una telaraña. Pensando en mi robot y discutiendo con los babuinos. Resulta extraño verse a sí mismo a través de la ventana, sobre todo si, en ese momento, han pasado sólo unas cuantas horas desde que comenzó esa espera.

Nunca he estado a solas desde entonces.