domingo, 28 de noviembre de 2010

Hogar, dulce hogar

Hace 24 años mis padres compraron la casa en donde actualmente viven. Para ese entonces tenían sólo 7 años de haberse casado y yo llegué ahí con ellos justo a tiempo para ingresar a la educación primaria. Mi hermano menor y yo jugueteábamos en la colonia: un lugar nuevo y rodeado, en ese entonces, de milpas hasta donde la vista alcanzaba -si volvías la mirada del lado correspondiente al patio trasero; del lado contrario, había colonias que llevaban unos pocos años habitadas-.

Esa casa, según me platicó mi padre años después, le costó 5 millones de pesos. Millones de 1986, por supuesto; medio millón de pesos al día de hoy más o menos. Deuda que pudo asumir sólo después de vender su querido Safari de ventanillas desmontables –lo recuerdo muy bien a pesar de mi corta edad- y acudir al banco para consumar el préstamo que llevó a la compra final.

Lo recuerdo como lo recordaría un niño de 6 años cualquiera: voltear arriba y escuchar las conversaciones de tus padres acerca de lo bonita que estaba la casa nueva mientras cargaban o cuidaban de reojo al hijo menor que pedía todo a cada rato. Lo que recuerdo con mucha claridad es algo que me decía mi madre con respecto a la ubicación del nuevo hogar: “Está bien lejos de tus abuelos y de todo, hasta hay que tomar la autopista”.

Por supuesto que en esos días “tomar la autopista”, cualquiera que fuese, no era cosa de todos los días; cosa que ahora, al paso del tiempo, es precisamente el dolor de cabeza de todos los días para muchos. Uno aprende con los años a sortear las distancias que dividen a las actividades laborales y escolares de quienes hemos tenido la fortuna de vivir en el Estado de México y trabajar o estudiar en la capital.

Y no es que le eche porras al flamante gobierno estatal ni a su farandulera cotidianidad, sino que, a mi juicio, la capital –llamada también, de manera glamorosa, “el Defe”- es demasiado ruidosa y cosmopolita (sic) para quien ha crecido y está a gusto con la tranquilidad cuasi provinciana de los suburbios. Después de todo, ya matan en todos lados: cosa de que te agarren donde estés más cómodo.

Hoy en día me parece tierno el comentario de mi madre respecto a la ubicación de la casa; y es por una simple razón: la ciudad ha crecido mucho en 24 años y, a pesar de que sigue estando esa odiosa autopista en medio del camino –peor aún con los segundos pisos, tan de moda-, el viaje a los municipios más cercanos de la capital y a la capital misma siguen siendo excursiones dignas de una planeación detallada y revisión de pronósticos del clima.

Sin embargo, la cosa cambia.

Cuando uno ha llegado a la edad en que la gloriosa etapa de la universidad y los sueños de conquistar el mundo con pancartas se ha quedado en un bonito recuerdo, aunado al hecho de tener una relación laboral que por segunda vez en la existencia ha rebasado los 3 años de antigüedad se formula una idea en la cabeza: quiero comprar una casa.



Aquí es donde la burra tuerce el rabo.

En primer lugar, uno se pone a dar vueltas como león enjaulado cavilando respecto a en qué diablos estaba pensando cuando dijo sí al ser interrogado respecto a trabajar o no en la gran capital. Y no es que el trabajo no sea agradable, sino que al momento de revisar cuestiones económicas y de ubicación con respecto a trámites de vivienda, la cosa se pone color de hormiga.

Y se pone color de hormiga porque te das cuenta de un pequeñísimo error en los cálculos de sacrosanto aparato gubernamental: los trabajadores no son todos iguales, ni tienen los mismos gustos, ni tienen a su disposición la posibilidad de “comprar la casa de sus sueños”.

En la radio escuché un comercial que me provocó una mueca muy peculiar: dice que en lo que va de este sexenio más de 3 millones de mexicanos han adquirido su vivienda, su patrimonio; y que no ha habido época anterior –y seguramente en la cabeza del creativo publicitario, nunca más la habrá- en que los mexicanos tengan a su alcance tal posibilidad de hacerse de una casita. Otro pequeñísimo error.

Lo más cercano a la realidad es que, por una cosa o por otra, uno no está tan cerca de comprar la casa de sus sueños, más bien, te dan chance de ir a las constructoras –modernas hacedoras de milagros- y dar tus datos personales para que el asesor en toda su benevolencia te diga “para cuál te alcanza”. Vamos, siendo más claro, uno no compra la casa de sus sueños, te dan la que hay y eso, si quieres.

Hace 8 años mi padre aprovechó el flamante Infonavit para adquirir una segunda vivienda; esta vez, en los adentros del Estado. Por cierto, para ese momento, la primera casa estaba ya en una zona “urbanizada y mucho más cerca de la capital”. Una cercanía simbólica y en un tono económico, por supuesto.

Para alguien de mi generación resulta pasmoso pensar en permanecer más de 10 años en el mismo empleo por más que este nos agrade. Es demasiado tiempo haciendo una sola cosa. Es un riesgo mortal para el crecimiento personal; y sin embargo, es un riesgo a considerar. Tiempo para lograr juntar puntos de crédito, asegurarle al estado que no estás jugando al rebelde desempleado y que eres tan responsable como para trabajar –en lo mismo o en otra cosa- por otros 25 años para regresarle las monedas que amablemente te prestó para comprar la casa que tú querías donde elegiste. O bien, esperar varios años, según el caso, para que la zona en la que no te quedó de otra para comprar tu casa se urbanice por fin y llegue el flamante trasporte público moderno.

Respecto a la segunda casa de mis padres, sigue sin ser habitada por un miembro de nuestra familia. Entre rentas infructuosas y la tardanza de la modernidad, sigue en el limbo del patrimonio cuasi provinciano. Y miren cómo es la vida, ahora es mi turno de buscar.