domingo, 21 de marzo de 2010

El Asesino Perfecto*

Querida mía:

Bajo la Luna azul te vi por primera vez. Hablamos tanto que pensé que había pasado una eternidad. Naufragué en tus ojos. Me rescató tu sonrisa.

Aquel día, estabas de pie sobre ese muelle. Una noche iluminada donde tu vestido rojo deslumbraba inmisericorde. Quieta. Podría haber jurado que ni siquiera respirabas. Yo pasaba desde lejos y posé los ojos por la orilla del mar buscando una estrella. Evidentemente no la encontré; mi vista se distrajo con la enorme y redonda luna que iluminaba la bahía. Después, sin pensar, estaban fijos en tus ojos, tan lejanos. Un par de lagunas verde aceituna que también me miraban fijamente, casi como si estuviera hipnotizado. Detuve mi auto. No podría seguir acelerando sin antes detenerme y salir para caminar lentamente por las vigas de madera en busca de cerciorarme que eso que me congeló fuera realmente un ser vivo.

¿Recuerdas cuando recién nos casamos? Esa semana que no paramos de mirarnos fijamente. Estabas como en una especie de trance. Yo, en consecuencia, también lo estuve. Fue una lástima cuando, tiempo después, supe que tu trance no era por lo mismo que el mío. Pero aún así disfruté cada minuto que estuve a tu lado. Siempre con esa mirada que podría ser capaz de asesinar a alguien sin decir una palabra. Tus labios gruesos que torcías maquiavélicamente cuando inclinabas la boca a la izquierda a la hora de sonreírme. Cada día y cada noche podría haber jurado que, después de hacer el amor, con esa mirada profunda clavada en mi cuerpo y después en mis ojos, ibas a perforarme el corazón hasta no dejar una sola gota de sangre en mi cuerpo.

Ese terror, y por favor considera que estoy siendo muy sincero, me carcomía la vida a cada minuto. Créeme, tu manera de amar no era nada parecido a lo que ningún hombre vivo haya tenido. Fuiste aterradora. Poseías ese don de congelar sin decir una sola palabra, y sin embargo, te deseaba como un animal. De hecho, no recuerdo que hayamos hablado mucho desde aquella noche bajo la luna. Era como si, en ese momento, hubieses dicho absolutamente todo lo que necesitaba oír de ti. O al menos lo que tú creías que necesitaba oír.

Alicia, ¿quién eres? ¿Cómo lograste vivir tantos días junto a mí, mirando la forma en que poco a poco me desquiciaba? Cada minuto perdía parte de mi cordura. Como si en ese proceso obtuvieras la llave hacía una vida eterna que sólo era posible en tu torcida imaginación. Tan dulcemente egoísta. ¿Cómo pude permitir que absorbieras mi energía como si, hambrienta, te abalanzaras sobre mi cuello? Sentía la locura tragarme, sin piedad, desde mis pies hasta la punta de mi cabello. Y tú, tú siempre apacible, ahí de pie. Siempre de pie. Inexpresiva. Excepto por esa sonrisa. ¡Maldita sea tu sonrisa, Alicia! Al mismo tiempo que me orilló a ir por ti bajo el azul de la luna, a amarte desde el primer segundo, a tenerte como compañera “hasta que la muerte nos separe”; así también, me llevó a implorar el final. No quiero volver a verte sonreír.


Hace tres noches, sentado en una mesa frente al escenario decidí que debía hacerlo. Nunca deberás dudar del amor que te demostré todos estos años. No. Inclusive cuando supe de ese incidente en tu juventud, de tu confuso pasado. No me importa que hayas estado muerta por unos minutos. Que en tu sueño mortal hayas sido una Reina y visto cosas que a la fecha no comprendo. En tus ojos siempre veré tu capacidad de tomar mi imaginación y hacerla escurrir entre paisajes coloridos y vacíos de cordura.

Esa noche, Alicia, decidí que no podía más.

Para el momento que leas esta carta estaré a punto de llegar. No trates de detenerme. Si es que en ese desierto que hay en tu corazón aún existe un poco de amor por mí como el que vivimos por unos minutos en el muelle hace tantos años, por favor, no hagas nada. No te resistas. Déjame estrecharte y liberarme de la locura que me heredaste con tu mirada.

Por siempre tuyo, O.




Al regresar a casa, me acerqué a mi mujer, sonriente. Ella, preocupada, me abrazó envuelta en llanto. La tomé entre mis brazos, la besé tiernamente en los labios y, al mismo tiempo, hundí una daga en su espalda.

- Amor y muerte, Alicia – le dije suave al oído mientras la luz de sus ojos se extinguía desde adentro- Amor y Muerte. Las dos al mismo tiempo: como nosotros.



Aún veo su sonrisa cuando me miro al espejo.



*Cuento publicado en la Antología "¿Amor?" publicada por Ediciones Shamra, febrero 2010.