sábado, 13 de junio de 2009

La Ventana.

Los babuinos no querían salir de la habitación. Yo deseaba estar a solas.

Tres meses habían pasado desde que el robot que también habitaba esta casa había salido en lo que él llamó “una misión para saber de dónde venía”; cosa que hasta la fecha me parece bastante ridícula, dado que sabe perfectamente de dónde viene: mi taller.

Inclusive el Sr. Morsa, el más viejo y terco de los babuinos culomorado, estaba enterado del origen del robot. Recuerdo el día en que llegaron los babuinos; yo estaba escribiendo en mi rincón, el robot había subido a buscar más libros –esa lata lee como un demonio, en caso de que los demonios lean- y al atender la puerta fui atropellado por un grupo de cuasi homínidos enloquecidos que sin decir más, se instalaron por toda la casa y comenzaron a correr, gritar, acicalarse y en algunos momentos, aparearse. Eso último, especialmente asqueroso hasta que comencé a verlo de manera natural y hasta me da gusto. En fin. Les decía que el robot lleva 3 meses sin escribirme ni mandar un solo mensaje. Supongo que esas máquinas que uno construye para tener un buen pretexto para ser flojo y dárselas de genio de la ingeniería, con el tiempo, llegan a hacerse preguntas sobre sí mismos. Esa reflexión, aunque hasta hoy no me lo crea, me la dijo el Sr Morsa.

Estoy aquí, mirándome en ese día, sentado en mi habitación; con mis pantalones viejos recién lavados, mi suéter de rayas y mi cabello hecho una telaraña. Pensando en mi robot y discutiendo con los babuinos. Resulta extraño verse a sí mismo a través de la ventana, sobre todo si, en ese momento, han pasado sólo unas cuantas horas desde que comenzó esa espera.

Nunca he estado a solas desde entonces.