domingo, 17 de octubre de 2010

Treinta

No es de extrañar que, a veces, una persona como yo sufra de ataques de algo parecido a la regla de una quinceañera que se quedó sin el pony que tanto quería. Un día te levantas y las penas se juntan como piedras de río grandes y gordas sobre la espalda pero, a diferencia de ese tipo de piedras, no son ni brillositas ni resbalosas ni tienen divertidos diseños formados con diversas clases de hongos. Más bien, pesan.

I

A veces, cuando uno cumple treinta años no se da cuenta de nada. De nada en absoluto. Pueden pasar años antes de que uno se tome tres minutos para reflexionar sobre lo que sea que signifique la palabra madurar. Ni idea. Sólo puedo decir que los días, meses y años pasan y para mi satisfacción, se van cayendo los grandes muros que durante un buen rato detuvieron cierto tipo de sonrisas en este que suscribe.

Cada vez que se agrega un logro a la lista se abre un poco más el compás de la sonrisa –la primera novela llega a fin de mes, por ejemplo; y es rubia-. Es excelente darte cuenta que aún puedes sorprenderte a ti mismo y agregar un paso más de baile al repertorio que ya se empezaba a tornar demasiado aburrido.

II

Un día me levantaré para darme cuenta que a mi alrededor se ha venido un sabrosón Apocalipsis. Un grupo de porristas despampanantes que se vieron envueltas en un experimento secreto en 1984 cuando, en una ostentosa fiesta en la mansión de Madonna, fueron infectadas por un misterioso virus que las convirtió en un grupo de rítmicas y sexys zombies que lanzan gases venenosos por los senos. Estuvieron dormidas por años, y ahora llegan. Esa mañana les aseguro que me sentiré radiante y nuevo. Como una virgen.

III

Al salir a la calle te encuentras en medio del camino junto con personajes siniestros y cotidianos. Te parece que no perteneces a ese paisaje, que esa ciudad no debería tener tu nombre dentro de su lista de habitantes y afiliados al padrón electoral. Te pones la meta de transgredir tantas reglas como puedas de la manera más sutil posible: no actualizas tu credencia de elector, ignoras deliberadamente las noticias y te limitas a reír como niño cuando te enteras –a destiempo, claro; la asincronía es un símbolo finísimo de rebeldía- que alguna figura pública ha dejado clara su tremenda ignorancia en lugares que van más allá de su carísima sala-comedor.

Algo anda mal en tu generación. La mayoría dice que quiere luchar contra el sistema mugriento –incluido tú mismo- pero al mirarlos detenidamente te das cuenta que están sumidos en él hasta el último cabello. Engañan a las redes sociales, esa generación nació antes de éstas fueran tan populares y aprendió a usarlas hasta entrada su segunda década. No están acostumbrados a ellas desde su nacimiento. Se forman micro sociedades que compiten por ser las más conocidas. Que se arrebatan cada cierto tiempo el poder de la atención: de generarla y de atraerla. El perfecto aparador para las más hermosas neurosis. Bellezas coloridas y gritos llenos de ritmo y depresiones disfrazadas de eventos de beneficencia.

¿Para qué estar cada vez más cerca de cientos de personas si en ese acercamiento te alejas de ti mismo?

Estás contento, a veces.

IV

Te preocupas encarecidamente por tu vieja mascota. Ese perro peludo que cada año ha tenido que sufrir de un rastafarismo involuntario y cuya salubridad juega un papel casi irrisorio al interior tuyo y de tu familia más próxima.

Dudas que te escuche cuando le llamas. Es casi seguro que haya perdido la vista y luce tan cansado que el saludarte representa un esfuerzo más allá de lo perruno.

Sufres, porque lo quieres.


V

Muchas fotos de personajes con portentos de barba o vello corporal estremecedor son las que ahora representan la imagen que quiero. Soy un poeta perdido en su propia imaginación que se harta de su propia obra cada que la lectura entre líneas le recuerda los pasos que aún no ha dado o no ha terminado de dar.

Vasos de muchos colores esperando a ser llenados de agua, vino y jugo de mandarina discurriendo en jarras de aire caliente y algodones de azúcar de hace quince años.

¿Por qué esforzarme en imaginar futuros que alteran los nervios cuando tengo un presente que vivir ahora? ¿De qué me sirve dejar crecer mi barba si al mirarme al espejo pienso en el día que la rasuré? Sin sentido. Sin sonrisas.

La imaginación es el mejor camino para desterrar a la apatía, dice una figura enchocolatada desde su reino de la psique y perdido en su propio tiempo.

Contengan sus resorteras, las piedras de río caerán de mi espalda en poco tiempo para ser usadas en lanzamientos a lagos, ríos y charcos grandotes. Veamos cómo rebotan, sentémonos a la orilla a ver nuestro reflejo y entender de una vez por todas que el presente es el que nos aplasta, y sólo nos aplasta cuando lo dejamos sólo y volteamos los ojos en llamas a un horizonte que no está cimentado siquiera.

Ya no pesan.

VI

¿Qué puede ser más gratificante que disfrutar una bolsa llena de cacahuates? Crujientes y pequeños cacahuates que te comes sin quitar la cascarita roja. Un vaso de agua de sabor, un refresco, un juguito.


Disfruta de la vida. Tienes treinta. Tienes tiempo. Te tienes a ti.