miércoles, 14 de abril de 2010

El Sillón

Y desde ese día, no he vuelto a ver al tal Robot.

Algunas mañanas, cuando los babuinos no madrugan y me despiertan con alaridos, gritos y múltiples aseveraciones sobre la física cuántica aplicada a los bananos suelo quedarme en la cama, mirando al techo, al cielo, a la ventana o añorando lograr tocar mis pies con los ojos.

- ¿Desayuno? - dijo Morsa, desde afuera.

Me levanto amodorrado. ¿Qué más puedo hacer? He estado 18 horas tendido, a veces con los ojos cerrados, a veces abiertos.

- Desayuno - confirmo.

¿Alguna vez se han preguntado cuántas veces puede uno vivir el mismo recuerdo sin pensar que se ha vuelto loco?

No encuentro forma de contabilizar las ocasiones.

Morsa se sienta a la mesa, se quita su sombrero a la Dick Tracy y acomoda las bananas frente a él. Miro a la ventana y ahí estoy de nuevo, levantándome.

Cabello poco plateado, sólo un poco. Piernas delgadas y barba poblada. Mil veces. Miro y ahí esta: sentado en su sillón, con la vista en la ventana. Desde aquí puedo aventurarme a asegurar que ese hombre está contento y lo está, eso queda claro por su expresión. El asunto de perder un amigo, un amigo que en su indescrifrable espiral decidió que sus pies y sus circuitos le tendrían que llevar a alguna parte fuera de allí no es algo fácil, supongo. Sabes que está pero al mismo tiempo no lo está. O ni lo sabes.

Se levanta del sillón apoyando sus manos en las piernas, se acomoda la camisa y echa su cabello hacia atrás del cuello en una actitud más bien soberbia. Me da risa. En un gesto que se antoja casi imperceptible, voltea hacia nuestra posición, Morsa disimula una risa como quien sabe lo que a continuación viene en la narración; misterioso homínido con sombrero. El hombre guiña un ojo; da tres pasos y se apoya en la ventana.

Y ahí está. Como siempre, en su sillón.